El 26 de febrero de 1948, mi abuelo, Francisco Redondo Pérez, murió a manos de la Guardia Civil. Su certificado de defunción dice que falleció a consecuencia de una hemorragia pulmonar y cerebral. El informe policial indica que intentó escaparse y que los guardias se “vieron obligados” a dispararle. Pero muchos creen que fue asesinado.
Mi abuelo fue una víctima de la guerra clandestina en España - una campaña guerrillera transcurrida de 1939 a 1951 contra el régimen franquista. Fue una guerra ocultada al resto del mundo y sus luchas mas feroces fueron combatidas en las montañas del norte de España, donde vivían mis abuelos. Unos amigos de Francisco le convencieron para que ocultara un grupo de guerrilleros que estaba intentando escaparse a Francia. Pero alguien les delató y la noche del 21 de febrero, la guardia civil de la localidad rodeó la casa de mis abuelos, ordenándoles que se rindieran. Al no salir, la guardia civil prendió fuego a la casa. Los guerrilleros lograron escaparse, pero mis abuelos fueron detenidos y llevados presos a la cárcel de Bembibre. Después de ser interrogado durante cinco días, Francisco fue escoltado a la corona del pueblo y fusilado. Mi abuelo sólo tenía 35 años y dejaba atrás una joven viuda con cuatro niños pequeños. A mi abuela, Josefa Martínez Pardo, la condenaron a dos años de prisión. Su familia y la de mi abuelo cuidaron a los niños hasta que la dejaron en libertad.
Años más tarde volví a El Valle, el pueblo de mi familia en España, para investigar por mi cuenta por qué había muerto mi abuelo. Sin embargo, mi familia se negó rotundamente a hablarme de mi abuelo. Me dijeron que nunca me enteraría de la verdad y que mis preguntas sólo crearían problemas. Mi bisabuela, que había enterrado a mi abuelo, ahora negaba saber cómo había muerto. Incluso mi tío, que al principio pareció querer ayudarme, se enfadó cuando traté de entrevistarle.
En los archivos del gobierno militar descubrí el informe de la autopsia que detallaba como Francisco recibió diez impactos de bala. También logré encontrar viejos guerrilleros, incluso uno de los que había sido escondido por mis abuelos. Me habló de la tradición de “la ley de fugas”: la Guardia Civil les decía a los presos que podían marcharse y cuando empezaban a correr, les disparaban. De esta manera podían justificar la ejecución de tantas personas sin haber hecho un juicio. Mientras seguí investigando, la gente de El Valle se incomodaba más y más conmigo.
La gente del pueblo que había prometido ayudarme un día, parecían no conocerme el siguiente. Pero esto no impidió que otros hablaran. A través de cuchicheos y burlas me di cuenta de que el viejo odio seguía vivito y coleando, y que casi todo el pueblo culpaba a dos primos de mi abuela - Donato y Rosario - por la muerte de Francisco. Donato había muerto hacia unos años y Rosario ya no vivía en España. Lo único que me quedaba era intentar encontrarla. Entonces me tropecé con un viejo expediente que mencionaba el nombre de los guardias que había fusilado a mi abuelo. Uno seguía en vida. Tenía que verle cara a cara.